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Las largas colas de la barra del Circo Price se dispersaron en un suspiro, cuando con sorpresiva puntualidad Elvis Costello irrumpió en el escenario con los primeros acordes de Turpentine. El público corrió a sus asientos sin bebidas mientras el cantante y sus The Imposters trataban de lidiar con algunas inconveniencias del sonido en los primeros temas. Sólo en los primeros, porque el concierto no dejó de expandirse una vez que el sonido entró en calor. No le hizo falta al showman, que es mito por derecho propio, por perseverancia y por calidad en el escenario: él ya apareció con la voz en caliente, dando pequeños pasos de baile con sus botas fluorescentes, manteniendo su silueta de hombre de sombrero, guitarra y gafas, como un recortable de sí mismo, haciendo gala de su sarcasmo unas veces y de su melancolía, otras. Y a la vez, mascando chicle. Sólo al final pareció que sus superdotadas cuerdas vocales le suplicaron un poco de mesura, pero en el camino medió un show de dos horas que fue de nuevo la pura confirmación de que Costello es talento natural.
Si cupiera una comparación con su paisano Ben Howard, por ejemplo, que le había precedido en el Price unos días atrás, también en la programación de Veranos de la Villa, podríamos decir que mientras que el surfero de Devon, que viene de ganar todos los premios en Inglaterra, ofreció un concierto impoluto, de factura perfecta pero, al cabo, anodino, aséptico como una enfermería, Elvis dejó claro que lo suyo es un show verdadero, auténtico, que no perfecto, tocado como está el artista por una capacidad para emocionar incluso a quien le conoce de oídas, al que acude al concierto atraído por el soniquete de un nombre grande de la cultura popular y de otro tiempo, casi leyenda ya, y a quien es capaz de ponerle rostro, de comprar su camiseta, pero no de tararear su repertorio.
De eso había mucho en el Price y no importó en absoluto. Conectó con todos, con sus canciones, sus breves discursos entre tema y tema (como en San Sebastián, tuvo un emocionado recuerdo para las víctimas del accidente de Santiago, a quienes dedicó Stations of the Cross, no sin antes leerle la cartilla a los medios por el dudoso tratamiento informativo) y, sobre todo, con su efectivo baño de masas, cuando dejó a la banda tocando, se esfumó entre bambalinas y apareció en plena pista, paseando y cantando entre el público. Allí abajo, en su mesiánico rodeo, perseguido por un foco y mientras sus fans le tendían la mano, bordó uno de los mejores momentos del concierto. Cantó sin despeinarse She y Episode of Blonde, tras la que volvió a subir al escenario como si tal cosa.
Dos horas duró el crescendo, con clásicos como Man out of Time, Watching the Detectives (con un megáfono como aliado), Either Side of the Same Town, Bedlam, A Slow Drag with Josephine (como todavía no sabemos inglés perfecto, pues todos silbamos) y la preciosa versión en solitario de Walkin' my Baby Back Home, ¿verdad?
No se olvidó de clásicos como Oliver's Army, (I don't want to go to) Chelsea, I Want you, Pump it up y (What's so funny 'bout) peace, love and understanding, Shipbuilding y Everyday I write the book, para terminar a capella, qué valor, con Jimmie Standing in the Rain. Se fue como llegó, sin previo aviso. ¿Habrían sido necesarios los bises después de la veintena de temas? Realmente no, pero al fin ante una figura genuina, entre tanto mito de última hora, de esos que traen puesta la fecha de caducidad, al final se queda uno con ganas de más.
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