Ningún artista de la Nueva Ola británica ha conseguido, on tanta fortuna como Elvis Costello, pasar el corte del tiempo y explorar y explotar – prescindiendo del fácil reclamo de la nostalgia – lugares poco comunes, espacios musicales alejados de la zona afectada por aquel saludable seísmo de pop registrado hace un cuarto de siglo. A sus casi cincuenta años, Costello no ha perdido la energía de “My Aim Is True” y sigue reverdeciendo, hasta hace muy pocas semanas al frente de The Imposters, viejos laureles guitarreros, pero ha sido su imprevisible actividad en las fronteras del rock la que, paradójicamente, lo ha llevado a exhibir hasta hoy una vitalidad inédita entre los artistas de su generación.
De la mano de especialistas de cada género – Brian Eno para la electrónica, The Brodsky Quartet para la música de cámara, Burt Bacharach para amanerarse -, el compositor de Liverpool ha hecho del intrusismo una virtud y del exceso, magisterio. Viajes cerrados de ida y vuelta para recomponer lo que un día lejano fue sólo rock. Ahora Costello se toma un respiro, profundo y sentido, y pliega velas en torno al piano de su inseparable Steve Nieve, con el que anoche se presentó en Madrid para contar la sencilla historia de amor contenida en su último álbum, “North”. Y mucho más.
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